El inicio de temporada del Villarreal ha dejado una certeza difícil de discutir: cada vez que Nicolás Pépé toca el balón, algo pasa. El extremo marfileño, con su característico estilo eléctrico, ha conseguido lo que muchos jugadores tardan muchas jornadas en lograr: convertirse en el jugador más determinante del equipo. Lo curioso es que no se trata solo de números, aunque los suyos son más que notables —dos goles y una asistencia en tres partidos—, sino de algo menos tangible, esas sensaciones que transmiten los futbolistas capaces de cambiar un partido en un segundo.
El público lo percibe desde la grada: cuando Pépé encara, la defensa rival se repliega, los aficionados se levantan y el partido adquiere otra velocidad. Tiene esa rara virtud de contagiar peligro, de sembrar dudas en los contrarios con una simple conducción. No siempre termina en gol, ni siempre logra la jugada perfecta, pero cada intervención suya genera un aire distinto, como si Villarreal estuviera a punto de dar el zarpazo.
No es un caso aislado ni fruto de un par de chispazos. La temporada pasada ya dejó pistas claras de lo que podía aportar: en 28 partidos firmó tres goles y seis asistencias, números que por sí solos podrían parecer discretos, pero que en realidad esconden un papel mucho más profundo. Fue protagonista en el tramo decisivo que llevó al equipo de Marcelino a la Champions, ofreciendo desborde, profundidad y soluciones en los momentos más complicados. Su renovación hasta 2028 fue la confirmación de que el club veía en él algo más que un refuerzo: lo considera una pieza central del proyecto.
Este arranque de curso no ha hecho más que reforzar esa apuesta. En Balaídos, por ejemplo, no solo marcó el tanto que dio el empate al Villarreal, sino que volvió a ser el foco de todo lo que ocurrió en ataque. Más allá del gol, lo importante fue cómo transformó el ritmo del partido: pidiendo cada balón, encarando sin miedo, arrastrando defensas y generando espacios para sus compañeros. Fue, como en tantas otras ocasiones, el hombre más peligroso del campo.
Porque lo de Pépé no es únicamente eficacia, sino sensación de amenaza constante. Los rivales saben que no pueden dejarlo recibir de cara. Los laterales sufren con sus cambios de ritmo y los centrales se ven obligados a salir de zona para taparle. Y esa atención que exige libera al resto del ataque amarillo, un beneficio invisible en las estadísticas, pero imprescindible en el rendimiento colectivo.
El marfileño ha recuperado la frescura que le llevó en su día al Arsenal y que parecía diluirse en temporadas anteriores. Ahora, vestido de amarillo, ha encontrado un entorno ideal para volver a brillar: un equipo que le da libertad en ataque, un entrenador que confía en su desborde y una afición que vibra con cada regate. Su fútbol es imprevisible y, en un campeonato como LaLiga, donde las defensas cada vez son más tácticas y estudiadas, esa dosis de improvisación se vuelve oro.
El Villarreal ha comenzado el curso con la ambición de asentarse en la zona noble de la tabla y, en ese objetivo, contar con un jugador capaz de decidir partidos, es fundamental. Pépé se ha convertido en ese factor diferencial que todo club necesita: alguien que no solo aparece en la hoja de estadísticas, sino que cambia la percepción del juego. Al fin y al cabo, no se trata únicamente de marcar o asistir, sino de instalar en el rival la duda permanente de qué va a suceder en la siguiente jugada.
Y eso es exactamente lo que Nicolás Pépé le está dando al Villarreal en este arranque de temporada. Goles, sí; asistencias, también. Pero sobre todo, la sensación de que, mientras él esté sobre el césped, cualquier cosa es posible.
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